LO MIO ES EXCESO DE INTELIGENCIA.
TENGO TAL CANTIDAD, QUE NO ME CABE EN LA CABEZA Y HA TENIDO QUE REPARTIRSE POR TODO EL CUERPO.
NO SÉ QUIÉN DIJO ESTO, PERO TENÍA MUCHÍSIMA RAZÓN.

jueves, 4 de abril de 2013

MI YO

Me pidieron una narración breve sobre obesidad. Mi relato lo basé en mi experiencia. Es éste........................................................................................................ MI YO Sale el sol y nada ha cambiado. No he cumplido mi promesa de ver un nuevo día con una nueva luz. La promesa de mirarme en el espejo y encontrar una nueva imagen mejorada. De abrir el armario y creer que todo me queda bien y de saber, que ya es hora, cuál es el maquillaje más óptimo para mí. Nada ha cambiado. Veo mi “CARPE DIEM” escrito en un post-it amarillo pegado en la tapa de la agenda marrón. De tanto leerlo ha perdido su sentido. En el espejo del armario hay un ser irreal con la piel seca, cara de sueño y una negra maraña lanuda en la cabeza. Miro y remiro y nada, no hay respuesta, no salen chispazos de luz ni estrellas doradas y la imagen no se transforma... Todo igual. Al fondo, muy al fondo de los ojos, lucha por salir aquel brillo que siempre veo y espero. Me adentro para encontrar la manera de hacerlo aparecer. Negros ojos que me observan fijamente por fuera y por dentro. Y sólo encuentro tristeza. Una mezcla de melancolía de los buenos tiempos y de enojo conmigo misma, por no haber hecho las cosas como se tienen que hacer. Desde la cabeza hasta abajo ya ni hablamos. Bajo las rayas del pijama se puede intuir una incierta masa de carne que remata en dos pies de uñas mal pintadas de rojo. Las tendría que arreglar un poco. Cojo los enseres de manicura y me dispongo a hacer contorsionismo. Sentada a los pies de la cama, me cojo la pierna izquierda con las dos manos y, sin respirar, deposito el tobillo sobre la rodilla derecha. No veo las uñas, tengo que ir doblando los dedos uno a uno para limarlas. La respiración cortada y el muslo rojo sobre la rodilla por la presión del pie. Qué dolor al bajar la pierna! Ahora la otra. Y después se tienen que repetir todos los movimientos para pintar las uñas. Con dos capas de color! Vivo toda una aventura para poder tener los pies presentables. Ya puedo respirar con normalidad y tengo unos piececitos la mar de pulcros, pero mi aspecto no mejora. La pedicura, el poner y quitar calcetines y atar zapatos, son mi deporte de riesgo. Siempre tropiezo y tengo que luchar con la barriga. Pasa lo mismo con la higiene personal. Torpes movimientos de caderas, como en una mal bailada danza del vientre, moviendo el culo a derecha e izquierda para poder llegar con la esponja hasta el punto adecuado. Complicado, muy complicado! Para lavarme los pies hago más equilibrios que un acróbata. Siempre con el peligro añadido de resbalar dentro de la ducha. Arriesgado, muy arriesgado! Suerte que encajo perfectamente entre las cuatro paredes de la mampara que rodea el plato de setenta por setenta. Todo esto dos veces al día, porque vivo con la sensación que huelo más que cualquier persona no obesa. ¿Y el trabajo de casa? Las olimpiadas. Tengo dificultades para traer la compra desde las tiendas, sobre todo cuando olvido el carrito. Dificultades para agacharme y limpiar el baño, los armarios bajos de la cocina o cambiar el agua de fregar el suelo. Cosas que los no obesos hacen con tanta naturalidad, para nosotros son el esfuerzo y el cansancio de cada día. Estos son los pensamientos diarios y el dolor de sentirte incapaz de continuar, el desaliento, la depresión y el continuo pensar: ¿Por qué no puedo?... ¿Por qué no tengo ganas?... No me ayuda mucho todo esto. Respiración profunda... Otra... Repito... Nada. El espejo dice que no hay cambios, por mucho que insista. Claro que cuando salgo de la ducha, vestidita y con cuatro colores en la cara parezco una persona y todo. Será mejor que empiece. Con el agua tibia deslizándose por mi cuerpo, puedo recordar los plácidos baños de sol y mar al norte de la isla, donde he pasado unas vacaciones muy merecidas. He trabajado mucho, he estudiado todavía más. Me gusta el olor de este champú y el de la crema suavizante que me ayudará a peinarme. “Rico en queratina”, escrito a la etiqueta del envase. Un porcentaje mínimo, pero algo hará. Un vez seca la piel, mi súper crema hidratante, reafirmante y no sé cuántas cosas más que acaban en “ante” y que se supone hacen milagros. En las clases de preparación para la cirugía nos han dicho que tenemos que empezar a hidratar la piel, con objeto de tenerla más flexible para la operación y después, para hacerla volver a su sitio todo lo que se pueda. En la cara, otras cremas específicas para el rostro. Base clara, sombra de ojos verde y una rayita muy fina en el párpado superior. Las pestañas muy negras y en los labios ya me pondré un poco de brillo sin color más tarde, cuando haya desayunado. Se supone que me he pintado los ojos de verde pensando en vestirme de este color, pero me apetece más la camiseta negra...Como siempre. Cogeré el bolso y los zapatos de color musgo. Vuelvo al espejo del armario. Hay otra imagen, con albornoz, no mucho mejor que la que acababa de ver. Me observo un rato y la tristeza sigue ahí. No puedo salir así a la calle. ¿Me corto el cabello?... ¿Me peino con una cola de caballo?... Quizás una blusa más ancha... Tengo hambre. No, no puede ser que tenga hambre, no he hecho ningún esfuerzo para tener. Sí, tengo hambre. En la cocina me esperan un zumo de naranja, el café, las tostadas con mermelada light, una sacarina y un poco de leche. Lo engullo todo con el mal pensamiento de que no lo tendría que hacer, es demasiado... ¿O no? No. Y si también me como un plátano, no pasará nada. Me irán bien el magnesio y el potasio para las piernas. El chocolate negro, sin azúcares añadidos, también tiene de magnesio y un trocito no me hará ningún mal. En el bolso meto unas barritas sustitutivas por si acaso, a media mañana tomaré un café y no quiero comer pastas ni porquerías dulces, me gustan. ¡Es una gran suerte! Sentada en la silla de la cocina, cierro los ojos y me recuerdo a mí misma. Recuerdo que, no hace tantos años, no tenía ninguna importancia mi volumen. Y no era tan importante, ni pensaba en ello, porque era como que tenía que ser. Claro, así es fácil. Recuerdo que todo me quedaba bien, a pesar de que yo ya era de ir de negro. Me gusta este “no color”. ¿He cerrado los ojos un momento? ¿O dos...? Se hace tarde. Tengo que ir a comprar, la nevera está vacía y tengo dos hombres que comen. ¡Qué suerte tienen, ellos que pueden! Paso un trapo por dentro de la nevera, ya la dejé limpia antes de ir de vacaciones, y la pongo en marcha. Una última mirada a la cocina para ver que todo está en orden. La cocina, el peor lugar de la casa. Aquí está todo aquello que me da miedo, a pesar de que tengo mucho cuidado de lo que compro. Que no suelo gastar dinero en golosinas ni grasas, me dan asco. Sí, no es ninguna broma. Las grasas me dan asco y los dulces no me llaman demasiado la atención, puedo pasar sin. Y así pues, pensaréis, ¿Cómo lo ha hecho? No lo sé ni yo misma. Incluso llevo un control escrito de lo que como y no hago trampa, porque sería absurdo hacerme trampa a mí misma. Y en este listado nadie verá ni dulces ni embutidos. No están, ni en la lista de la compra. Los yogures 0%, los quesos light (de vez en cuando me como un redondo de queso de cabra, en la ensalada), la leche semi y agua, mucha agua. El pan, poco, no me apasiona. Y mi hermana que se pasa el día comiendo pan y sigue tan delgada. ¡Qué injusticias! Seguro que algo hago mal, pero no sé qué es. Si comemos fuera de casa, acompañados, yo como menos, mucho menos de lo que me apetece. Así, pienso, no pueden decir que estoy gorda por ingerir demasiadas cantidades. Sólo me permito unos postres de nueces caramelizadas con nata, las poquísimas veces que salgo a comer con mi marido. Sólo con él. Siempre pido platos ligeros de ensaladas, a pesar de que en casa las hacemos cada día. Pero si pido pasta o arroz, por ejemplo, pueden decir que engorda y no pienso dar esta satisfacción a nadie. Sólo cuando comemos los dos solos pido un plato de pasta. Me da mucha vergüenza comer ante la gente. La vergüenza que no tengo, curiosamente, de ir a la playa donde nadie me conoce, con bikini. En cambio, allí donde más o menos saben quién soy, como en la piscina de la comunidad, ni siquiera bajo. Tengo la sensación que todos aquellos cuerpos perfectos me miran y remiran calificándome y ven con rayos x lo que he almorzado aquel día. Ya no es cuestión de bikini o bañador, ocupo el mismo espacio de uno o de otro modo. Se trata de brazos, piernas, (sobre todo muslos), de pechos descomunales descolgados, de un cuello que es el doble o el triple de lo que tendría que ser con su doble o triple papada. Se trata también, de echarme y levantarme de la toalla. Me tengo que arrodillar para ponerme derecha. Y no puedo estar demasiado tiempo boca abajo porque el peso me ahoga. Así que, en la playa, me dedico a pasear arriba y abajo y no demasiado rato porque además, tengo la piel delicada y por mucha protección que le ponga, me quemo con facilidad. Y esto es lo que he hecho este verano, como todos desde hace unos cuantos años. Ir arriba y abajo y taparme del sol y de las miradas. Como las que tengo que soportar en la calle, que parece que yo sea la primera y única persona obesa que han visto nunca. Te miran de arriba abajo y sólo les falta vomitar de la cara que ponen. La gente no obesa que nos hace estos desprecios tendría que vivir esta situación alguna vez en su vida, tan sólo unos días, una semana. Se lo pensarían dos veces antes de dejarnos de lado a los obesos sólo por el hecho de serlo. Y entenderían que, simplemente, tenemos una enfermedad que nos cuesta controlar. La base del problema, en muchos casos, suele ser de cariz psíquico y contra esto no hay dieta que valga. Esta operación es sólo un paso, tubos que se cortan y se empalman aquí o allá y todo funciona casi como antes. Es el punto de salida, no nos regalan nada. A partir de aquí, el trabajo es nuestro. El armario y su espejo delator. ¿Por qué he comido el plátano y el chocolate? Me dejo caer sobre la cama deshecha y tengo ganas de desaparecer del mundo. ¿Qué hago yo aquí? Ocupar más espacio del que me corresponde. Más espacio a la cama, más espacio en el sofá, todo el espacio de las sillas y más por los lados. En los asientos del autobús y en los del metro siempre toco a la persona que va a mi lado, por eso muchas veces no me siento. Intento cruzar las piernas muy dignamente para parecer un poco más femenina, pero no hay manera. No sé muy bien como denominar esta postura. Me veo ridícula reflejada en el espejo y vuelvo a poner cada muslo en su lugar. Lo primero que haré, el invierno del año que viene, será comprarme unas botas altas. Estoy harta de llevar botines porque no me cierran las cremalleras de las cañas. Unas de tacón alto, de piel marrón con alguna hebilla. Dejo de soñar y me dispongo a vestirme. Definitivamente, los pantalones y la camiseta negros. Me hacen más delgada. Pasado mañana tengo visita con la cirujana y el anestesista. Este año de espera ha pasado volando, a pesar de que al empezar las clases y las tandas de pruebas y pruebas, parecía tan lejano... Tengo miedo, mucho miedo. El mismo miedo con el que salí de la consulta del endocrino, cuando me dijo que la mejor solución para mí era la cirugía. En aquel momento mi estómago se encogió con el susto. Ya se podía haber quedado así por siempre jamás. Según el doctor, mis analíticas estaban bien y, quitando de la hipertensión, mi salud era buena. Quitando la hipertensión y la obesidad por sí misma está claro, que ahora ya sé que es una enfermedad crónica. El peligro de engordar nos rodea siempre a los obesos. Recuerdo que fui a aquella consulta a través de mi doctora de familia. Ya hacía tiempo que intentaba una y otra vez hacer dieta. La hacía bien y me adelgazaba unos kilitos, pero me aburría y volvían todos y unos cuántos más, por si acaso se sentían solos. Me derivó al especialista diciendo que no veía resultados con las dietas y que él me podría recetar medicación para ayudarme a perder peso. Yo no había pensado nunca en operarme, no lo veía necesario para mí. Siempre creí que lo podría hacer por mí misma. ¡Qué error! Salí de la consulta temblando. ¡Me operaban! Lo primero que hice al salir de la consulta fue llamar a mi marido, familia y amigos. Todos me decían que era lo mejor que podía hacer. Todos conocían alguien que lo había hecho o a alguien que conocía a otra persona que estaba operada y estaban muy contentos. Todo eran ánimos. Poco a poco me fui tranquilizando. Y ahora volvemos a temblar. Ya queda menos para el gran día y todo son preguntas sin respuesta, por mucha teoría que haya recibido. Lío mental de un futuro abstracto y demasiado cercano. ¿Qué tipo de operación será? ¿Cómo acabará todo esto? ¿Podré comer esto o aquello? Comeré todo aquello de lo que me tengo que despedir por si acaso nunca más lo puedo hacer. Mirándome en el espejo del armario, veo la tristeza y el miedo en mis ojos negros haciendo las preguntas clave, otra vez. Las que me persiguen ya hace un tiempo. Las que me rondan de día y de noche: ¿Saldré de ésta? ¿Y después qué...? Después tendré una nueva oportunidad de ser como era, o mejor todavía. Será mucho mejor, porque ahora sí que sabré valorar el volumen de mi cuerpo de antes, cuando para mí era tan normal no sufrir por los kilos que no me sobraban. Y cuando han pasado ya más de dos años de mi operación, el trabajo está hecho y continúa. Es para siempre. Y lo haré con ganas, porque lo vale, no será ningún esfuerzo encontrarme bien y sentirme a gusto dentro de mi. Sufrí una complicación tres días después de la operación, cuando ya estaba en casa. Vomitaba sangre porque una grapa me arañó el estómago por dentro. Siete días de ingreso sin comer ni beber, con dos vías: una para el suero y el antibiótico, la otra para el protector de estómago. Cuatro endoscopias, tres de ellas sin sedación, para ver cómo evolucionaba. Once kilos perdidos, una flebitis en cada brazo, fiebre y anemia. Seis días en cama, sin moverme para casi nada. El tercer día ya me dejaron ir al lavabo. Me lavaban en la cama y el último día, cuando me pude duchar y lavarme la cabeza, fue una liberación. Aquel día, cuando me vi en el espejo del lavabo del hospital, no me conocía. Vi una cara larga con dos ojos inmensos ojos, pálida y muy triste. Aún con esta complicación, lo volvería a hacer. Es lo mejor que he podido hacer para mí misma. Dentro del espejo del armario puedo ver una nueva imagen renovada y mucho mejor de lo que esperaba. Hay una gran mirada alegre que me observa por dentro y por fuera, que me ve escoger colores con seguridad y que se da cuenta de que casi todo me queda bien. Ropa de colores claros. Botas altas de caña larga y hebillas, en piel color marrón. La piel hidratada con buen aspecto, reluciente, como los cabellos. Y casi sin maquillar, que ya no hace falta que me esconda detrás de los colores. Sentirme ligera a la hora de vestirme o poner y abrochar zapatos. ¡Cómo lloré aquel día que me sorprendí con las piernas cruzadas! No sé cuánto tiempo llevaba en aquella postura y al descubrirme así, lo dije a todo el mundo. Y qué facilidad para agacharme y pintarme las uñas de los pies, sin perder el aliento. El envoltorio de la doble persona que me rodeaba ha desaparecido, ha caído por su propio peso y debajo he encontrado, por fin, a mi yo.